El Gran Intercesor
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Actualizado: hace 23 horas
Cristo intercede ante Dios por los que le honran, pero juzga a los que desprecian su sacrificio.
El pasaje de 1 Samuel 2:12-36 nos confronta con una realidad seria: la diferencia entre conocer acerca de Dios y conocer a Dios verdaderamente. Como bien señala John Piper, se puede estudiar teología durante décadas sin llegar a conocer a Dios como el tesoro más valioso y satisfactorio. Los hijos del sacerdote Elí son un ejemplo claro de esto. A pesar de su posición, el texto dice que "eran hombres indignos; no conocían al Señor" (1 Samuel 2:12).
Esta falta de conocimiento genuino de Dios tiene consecuencias devastadoras. Lleva a menospreciar lo más sagrado, incluyendo el sacrificio ofrecido por el perdón. La pregunta fundamental que surge es: ¿Conocemos realmente a Dios? Nuestra forma de vivir es la respuesta más honesta. ¿Estamos honrando el sacrificio supremo de Cristo, o nuestras acciones lo están despreciando? La falta de un conocimiento profundo y de corazón de Dios inevitablemente nos conduce a deshonrar el regalo más grande: la ofrenda de Jesucristo.
Si no conoces a Dios, desprecias el sacrificio de Cristo
Los hijos de Elí, Ofni y Finees, eran los sacerdotes encargados de interceder por el pueblo ante Dios. Debían ser expertos en las Escrituras y ejemplos de piedad. Sin embargo, el pasaje los describe como "hombres indignos" que no conocían a Dios ni las ordenanzas sobre su propio servicio sacerdotal (1 Samuel 2:12-13). Su vida era la prueba de su desconocimiento y desprecio.
El autor bíblico detalla cuatro pecados graves que evidenciaban su condición espiritual:
Mal uso de los sacrificios: La ley permitía a los sacerdotes tomar una porción de la carne sacrificada después de que ciertas partes fueran ofrecidas a Dios y la carne estuviera cocida. Ellos, en cambio, enviaban a un criado con un tenedor grande mientras la carne aún se cocía, y tomaban para sí lo que quisieran, quebrantando directamente el mandato divino (1 Samuel 2:13-14).
Abuso del pueblo: Iban más allá. Antes incluso de quemar la grasa (la parte que pertenecía a Dios), exigían carne cruda al oferente. Si la persona intentaba seguir el procedimiento correcto dictado por Dios –quemar primero la grasa–, ellos respondían con amenazas, tomando la carne por la fuerza. Escogían los mejores cortes para sí mismos, demostrando un total desprecio por la ofrenda del Señor y oprimiendo al pueblo (1 Samuel 2:15-17). Es notable que el pueblo a veces parecía tener un mejor entendimiento de la ley que los propios sacerdotes.
Pecados sexuales: Su corrupción no se detenía ahí. El versículo 22 menciona que se acostaban con las mujeres que servían a la entrada del tabernáculo, profanando el lugar santo y cometiendo actos inmorales delante de Dios. Quienes debían velar por la santidad del culto eran los primeros en profanarlo.
No escuchar la advertencia: Su padre Elí, aunque tarde y débilmente, los confrontó por su mal comportamiento. Les advirtió sobre la gravedad de pecar contra Dios directamente: "Si un hombre peca contra otro, Dios mediará por él; pero si un hombre peca contra el Señor, ¿quién intercederá por él?" (1 Samuel 2:25). Pero ellos no escucharon, porque sus corazones estaban endurecidos y, como añade el texto, "el Señor quería que murieran".
Estos pecados demostraban una profunda ignorancia y falta de temor de Dios. Estaban pecando directamente contra Él, despreciando Su santidad y Su provisión para el perdón. La pregunta "¿quién intercederá por él?" resonaba con fuerza. Si despreciaban el sistema sacrificial que Dios mismo había establecido, ¿qué esperanza les quedaba? Esta pregunta nos interpela hoy. ¿Nuestra vida refleja un conocimiento genuino de Dios y un aprecio por el sacrificio de Cristo? ¿O estamos, quizás sin darnos cuenta, despreciándolo?
Consideremos cómo valoramos los medios que Dios nos ha dado: Su Palabra, la oración, la predicación, la comunión con otros creyentes, el servicio. ¿Los vemos como regalos preciosos para nuestro crecimiento y Su gloria, o los tratamos con ligereza?
¿Cómo son nuestras relaciones con los hermanos en la fe? ¿Reflejan el amor y el perdón comprados por la sangre de Cristo, o están marcadas por el egoísmo, la crítica o la división? ¿Buscamos servir con humildad, como Cristo, o buscamos nuestro propio beneficio?
La pureza, especialmente en el área sexual, es otro termómetro. El pecado sexual, como cualquier otro pecado, evidencia un olvido de Dios, pero de forma particular muestra que se encuentra más satisfacción momentánea en el pecado que en la belleza y suficiencia de Cristo. Dios ve todo, incluso lo oculto. Vivir en pecado mientras se pretende adorar a Dios es una afrenta terrible a Su santidad. Es vital sacar el pecado a la luz, arrepentirse y buscar la libertad en Cristo, quien es infinitamente más deleitoso que cualquier placer pasajero.
Finalmente, ¿cómo respondemos a la corrección? ¿Aceptamos la reprensión de la Palabra de Dios, de líderes espirituales, de padres o hermanos maduros? Rechazar la corrección bíblica es un síntoma peligroso de un corazón que no conoce verdaderamente a Dios y que está en camino de despreciar a Cristo.
Pecar contra Dios es terriblemente serio. Si despreciamos al único Intercesor, Jesucristo, ¿quién podrá defendernos en el día del juicio?
Cristo honra e intercede por los que le honran, pero juzga a los que lo desprecian
La situación era tan grave que Dios envió a un profeta a Elí para pronunciar juicio. Dios le recordó a Elí la inmensa gracia mostrada a su familia: liberados de Egipto, elegidos para el sacerdocio entre todas las tribus, sustentados por las ofrendas (1 Samuel 2:27-28). Sin embargo, ellos habían respondido pisoteando los sacrificios y las ofrendas. Peor aún, Elí había honrado a sus hijos más que a Dios, permitiendo su pecado y engordándose con lo mejor de las ofrendas robadas (1 Samuel 2:29).
Por esta negligencia y deshonra, Dios revocó la promesa de un sacerdocio perpetuo para la casa de Elí. Declaró un principio divino eterno: "Yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco" (1 Samuel 2:30). El juicio sería severo: la fuerza de su casa sería cortada, no habría ancianos en su familia, sus dos hijos morirían el mismo día (1 Samuel 2:31-34). Elí falló gravemente al no remover a sus hijos del sacerdocio, priorizando su afecto familiar sobre la obediencia a Dios.
Pero en medio de este juicio desolador, brilla una luz de esperanza. Dios promete: "Pero levantaré para mí un sacerdote fiel que hará conforme a los deseos de mi corazón y de mi alma; y le edificaré una casa duradera, y él andará siempre delante de mi ungido" (1 Samuel 2:35). Aunque Samuel fue un cumplimiento inicial de esta promesa, apunta proféticamente a alguien mucho mayor: a Jesucristo, el perfecto Sacerdote Fiel y Rey eterno.
Vemos un contraste poderoso en el pasaje: mientras el juicio se cernía sobre la casa de Elí, "el niño Samuel crecía en estatura y en gracia para con el Señor y para con los hombres" (1 Samuel 2:26). Esta es la diferencia entre quienes honran a Dios y Su sacrificio, y quienes lo desprecian.
Es una advertencia para nosotros. ¿Valoramos la gracia de Dios? ¿Recordamos de dónde nos sacó Él? Éramos esclavos del pecado, destinados al juicio, y Él nos rescató, nos reveló el evangelio, nos abrió los ojos a Cristo. ¿Apreciamos el milagro de nuestra elección y salvación? ¿Valoramos Su sustento diario: hogar, familia, trabajo, iglesia? ¿Reconocemos el privilegio inmerecido de servirle?
El valor que damos a estas bendiciones refleja directamente el valor que le damos a la ofrenda suprema: Su propio Hijo, Jesucristo. Él es el ser más santo, sublime y sabio, Dios hecho hombre, que se humilló para servir y morir por pecadores. Su sacrificio no fue algo trivial; fue la entrega de lo más valioso del universo. ¿Es Cristo el tesoro de nuestra vida, o lo estamos despreciando con nuestra indiferencia y pecado? No hay término medio. Honrar a Cristo es honrar a Dios; despreciar a Cristo es despreciar a Dios.
La buena noticia es que, a diferencia de Ofni y Finees cuya sentencia estaba dictada, para nosotros hoy hay esperanza. Si hemos deshonrado a Dios, si hemos menospreciado su sacrificio, aún podemos volvernos a Él. Tenemos un Sumo Intercesor perfecto: Jesucristo. Hebreos 7:25 nos asegura que Él "es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos". Él es el sacerdote santo, inocente y apartado de los pecadores que se ofreció una vez y para siempre.
Si has creído en Cristo, Él es tu sacerdote eterno e intercede por ti continuamente. Arrepiéntete de tus pecados y sigue confiando en Él. Si aún no has creído, no tienes intercesor ante el juicio de Dios. No hay desgracia mayor que enfrentar la ira de Dios sin Cristo. Pero hoy estás a tiempo. Arrepiéntete de tus pecados y cree en Jesús. En el instante en que lo hagas de corazón, Él se convertirá en el intercesor de tu alma delante de Dios, para siempre.
Como dijo Richard Sibbes, aunque un solo pecado merece condenación, la gracia de Cristo justifica multitudes de ofensas. La justicia de Cristo es poderosa para limpiar nuestros pecados diarios si la aplicamos por fe. Él llevó nuestros pecados para que seamos liberados. Si nuestros pecados sobre Él no pudieron quitarle el amor del Padre, tampoco nos lo quitarán a nosotros una vez limpiados por Su sangre. Pongamos nuestra fe en Jesús, nuestro Gran Intercesor. Él intercede por quienes le honran, pero juzga a quienes desprecian Su sacrificio.
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